¡Llorar para uno mismo!


Un reconocimiento a los emigrantes que lejos de su tierra, pasan vergüenzas, humillaciones...
Carlos Dorado. El Universal,  marzo de 2014



Recuerdo como si fuera hoy, el primer día que fui al Colegio Cervantes en Caracas. Yo era un niño que venía de una escuela en una pequeña aldea de Galicia, donde el maestro Don Delio, tenía la gran capacidad de tener en el mismo salón a todos los niños del pueblo, dándonos y exigiéndonos a cada uno los conocimientos necesarios acordes con nuestra edad. "El musiú", el marcado acento, y el hecho de venir de un pueblo y estar en una ciudad, me intimidaba muchísimo; así que siempre me sentaba en el último pupitre, para pasar lo más desapercibido posible. ¡Deseaba ser invisible!

En ese momento y a pesar de mi corta edad, sentía lo que es ser "un emigrante". Esos raros y extraordinarios seres que dejan su país, sus amigos, y su familia; solo por la ilusión de poder alcanzar sus sueños, y la felicidad de que algún día se hicieran realidad. En esa época Venezuela era un país de inmigrantes, y hoy somos un país de emigrantes.

Recuerdo cuando fuimos con mis padres a Vigo (España), precisamente para pedir las visas, y poder emigrar a Venezuela. En esa época era un requisito obligatorio pasar por una revisión médica en el consulado venezolano de esa ciudad, donde certificaban que estabas en buenas condiciones físicas y mentales para poder venir como emigrante a Venezuela.

Después de la revisión médica, fuimos por primera vez a conocer el mar. Mis padres tenían cuarenta y pico de años. Después de contemplarlo durante un rato y en silencio, como extasiados ante ese inmenso espectáculo, mi padre dijo: "mira Benita, del otro lado de ese mar, está Venezuela, que es donde vamos. Se llama el Atlántico". A mi madre le comenzaron a caer lágrimas. "Por qué lloras mujer, si vamos a buscar un futuro mejor". Le respondió: "Estoy llorando para mí, Manolo; porque habrá demasiada agua entre nosotros y nuestros hijos". Mis padres dejaban a cinco hijos en España.

Ya en Venezuela, muchas veces cuando en la soledad de la habitación de la pensión donde vivíamos, escuchaba unos leves gemidos, entraba a la habitación y le preguntaba: "mamá, qué pasa, ¿por qué estás llorando?". Casi siempre me decía: "Carlos, estoy llorando para mí". Creo que es la forma más valiente y sincera de llorar: para uno mismo. Porque el dolor de tener a cinco hijos, separados por tanta agua, era un dolor muy grande, un dolor de ella misma. A veces es difícil compartir el dolor y hay que agarrárselo todo para uno. No se puede pagar a cuotas, o que otros lo compartan contigo.

Hoy desde esta humilde columna, quiero hacerles un reconocimiento a todos esos emigrantes que lejos de su tierra, de su familia y de lo que más quieren, pasan seguramente vergüenzas, humillaciones, trabajo e inmensos sacrificios. Y también hago el reconocimiento a esos padres, hermanos, esposas o hijos que los lloran en silencio; que los lloran "para ellos mismos".

Fuente: http://www.eluniversal.com/opinion/140329/llorar-para-uno-mismo

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