Sin pasaje de regreso

Regresan a Venezuela desilusionados de tanto orden, de tanto frío, de que el pueblo que dejaron ya no existiera y que la casa familiar tampoco o quedara convertida en monte y escombros. Cansados de que sus propios hermanos los vean y traten como a un extranjero
por Briamel González



“¿Devolverme a Europa? ¿Para qué? ¿Qué voy a hacer allá si soy un viejo? ¿Irme de un país que se cae para otro que tiene una crisis enorme? No, gracias. ¡Váyanse ustedes que están jóvenes y con fuerzas!  Yo ya me fui de ahí una vez. Ahora este es mi país”. 

En muchos casos España, Italia, Portugal, Líbano, Siria (y un etcétera que no me atrevo a continuar) son la casa materna, una fotografía sepia con una descripción por detrás, el primer idioma, la costa mediterránea o la atlántica, el primer amor…pero también implican el ácido recuerdo del hambre, del frío torturando los tuétanos o el calor abrasando la piel, de la orfandad, de la guerra, la inmunda guerra o de la dictadura.

Los inmigrantes que llegaron a Venezuela ya se han acostumbrado al calor del Caribe, a tener quizá un apartamento o una acción en un club social de playa para ir cada fin de semana, encontrarse con sus paisanos y hablar de qué tal va la vida.

Conservan una caja repleta de cartas y fotos, recuerdan el nombre del barco, el día en que lo abordaron  y la duración del viaje rumbo a un país desconocido, un país escrito en un papel y que sonaba a mujer y a promesa: Venezuela.  Recuerdan el sopor al bajar en un lugar llamado La Guaira.

En una novela de Juan Carlos Méndez Guédez se dice que por llegar a esa costa varguense es que muchos europeos quedaron marcados, adoptaron a un deporte desconocido, el béisbol, y se hicieron seguidores de Los Tiburones, el equipo local al que son fieles aunque no haya ganado desde 1986.

Se saben diferentes. Por ese acento que nunca desapareció y que los venezolanos le imitan para vacilarlo (“¡Ese portu, qué dice! ¿Qué pasó gallego?¿Qué fue maquediche rigatoni? ¡Háblame Jabibi!”), porque le llaman musiú, por su piel, por las recetas que preparan su casa en navidad, por el equipo de fútbol al que le apuestan en  el Mundial,  pero también saben que esa tierra  donde viven les abrigó los sueños, a esa tierra le parieron los hijos, en ese lugar se partieron el lomo trabajando y vieron la prosperidad que prometía aquel papel arrugado en el bolsillo.

La historia reciente de Venezuela los ha puesto ahora en los aeropuertos despidiendo a sus hijos que se marchan al sitio de donde ellos llegaron o a otro. Los van a visitar, los buscan en navidades, pero ya. A esta altura y con tanto camino andado, no regresan al lugar de origen. Se niegan incluso después de situaciones tan penosas e inefables como el secuestro propio, de los nietos, de algún familiar, atracos,  amenazas, pago de vacunas. Rechazan la idea de abandonar ese lugar, su lugar y eso en innegociable.

Hace unos años escribía un trabajo sobre la participación de los inmigrantes en unas elecciones venezolanas.Un señor gallego de La Candelaria me dijo: “A mí no me tocaba venir a Venezuela, mis hermanos y yo nos iríamos en un barco rumbo a la Argentina, pero yo llegué tarde al puerto. Ellos se fueron y yo me monté en el siguiente sin saber a dónde iba. Y aquí llegué, lo recuerdo clarito y nunca más me quise ir. Mi mujer murió en el año 7 (2007). Me quedé viudo a los 85 años. Tengo dos hijos que ya se fueron a España y me queda uno solo aquí. Pero ¿qué voy a hacer yo para allá? Los restos de mi esposa están aquí, mi ropa es la fresca y no la de abrigo. Este es el sol que quiero ver antes de morirme, quiero que me entierren aquí ¡Caramba! ¿Cómo no voy a ir a votar el domingo por el bien de este país, señorita?”.

Aquello me arrugó el alma y  me dejó revuelta, no solo porque la historia es maravillosa sino porque ya yo tenía mi maleta casi lista para irme.

Conozco casos de quienes lo han intentado. Venden todo y se van. Los que consiguen acoplarse se convierten en adictos a Globovisión, y se alegran si  logran cobrar su pensión en euros. Hay otros que han durado 4 meses.  Regresan a Venezuela desilusionados de tanto orden, de tanto frío, de que el pueblo que dejaron ya no existiera y que la casa familiar tampoco o quedara convertida en monte y escombros. Cansados de que sus propios hermanos los vean y traten como a un extranjero. Vuelven a su ferretería, su panadería, su abasto, su tasca, su tienda, su vivero, su taller, a su negocio, pues, y a refunfuñar porque: “este país no hay quién lo aguante, pero es también mi casa y aquí me quedo”.

Ps: El soundtrack perfecto para este post es la noventosa canción de Franco de Vita: "Extranjero"

Fuente: http://www.talcualdigital.com/Nota/visor.aspx?id=90336&tipo=AVA

Comentarios

  1. es increíble que nuestros abuelos se vinieran con una mano delante y otra detrás para empezar de 0, y se encuentren con una sociedad actual derrumbada en lo que dejaron en sus propios países. :(

    ResponderEliminar
  2. Esa historia la vivi en carne propia, cuando por necesidad mi padre regresa a Maderia a enterrar a su papa, luego de mas de 35 años sin verlo... al regresar de ese penoso viaje con lagrimas en los ojos mi viejo me dice soy un extranjero en mi patria y en la tuya!
    Sus palabras me retumban cada dia que pienso en irme...

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Es verdad, es triste, hay que prepararse para esas cosas concentrándose en los crecimientos personales. ¡Saludos!!

      Eliminar

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

Emigrantes venezolanos en Suiza

Identidad y autoestima: actuando para una audiencia

El arte del auto-sabotaje. Parte 1