El desarraigo heredado y recuperado

Muchos hijos de inmigrantes de cualquier parte del mundo siguen practicando y recordando los ritos y costumbres del país de origen, enseñados por sus padres en tiempos de paz y reforzados con insistencia en tiempos de incertidumbre. 
por Harry Czechowicz


En la medida en que la incertidumbre y la violencia ocupan gran parte del espacio psicológico individual y colectivo, surgen estos momentos difíciles que se prestan para volver a preguntarse si hay que emigrar nuevamente. 
Nacidos en este país, aprenden sin embargo -a través del idioma, de la comida, de las costumbres, de las historias de quienes llegaron hace décadas- a recuperar sus raíces culturales para tenerlas presentes, atesoradas como si fueran un entrenamiento sutil para una posible emigración. Emigración que se plantea pues tanto valores como identidad fueron sustituidos por ideologías políticas fracasadas, mientras que la libertad de palabra y movimiento se sustituyen por la auto censura y un “toque de queda” auto impuesto por temor a la delincuencia. 
Así, escucho con frecuencia el relato de hijos de libaneses, españoles, italianos… que formaron clubes sociales donde mantener sus tradiciones y, porque no decirlo, comenzar a entrenar a sus hijos, emocional y psicológicamente, de una manera sutil y continua, en el arte de la sobrevivencia por el cual ya ellos pasaron antes de llegar a estas tierras. Y si bien fue en estas tierras donde al fin se sintieron arribar a un puerto seguro, donde podían brindar a sus hijos y generaciones futuras opciones de estudio y trabajo, en una feliz mezcla de costumbres y valores que perduraran en el tiempo, la realidad social, política, económica y de seguridad se deterioraron de tal forma en una generación (quince años) que lentamente consideran, con mucho dolor, que ha llegado la hora de emigrar. 
La posibilidad, cada vez mayor, de ver a sus hijos y nietos emigrar junto a la realidad de que quizás no los puedan acompañar por razones de edad, salud, económicas… se transforma en una triste y dura pesadilla. Es la orfandad producida por la salida de sus familias. 
Existe una clara necesidad de proteger a la familia a través de la tradición orientada a educar en los valores en los cuales se formaron en sus hogares; es una obligación ética, una responsabilidad vital para que recuperen la memoria de donde provienen y para que comprendan el esfuerzo de sus padres en hacerlos personas. Esa recuperación de sus raíces equilibra en algo la debilitación de los valores de la sociedad donde viven, ya carente de visión de futuro.
Nutrirse con valores y principios, volver a sus historias de heroísmo que abran opciones y esperanza parece ser una de esas actividades subversivas, amén de otras, para arraigarse en la creencia básica de que todo es posible siempre y cuando seamos participantes y no solo observadores. Esa actitud es gloriosa y garantiza la resistencia y fuerza necesarias para transformar realidades, donde sea. 
Un aplauso a los inmigrantes de antaño que participan contando sus experiencias, conclusiones y luchas a sus familias. Ese alimento espiritual lo puede buscar cualquiera que desee ampliar su visión de mundo posible, inclusive sin emigrar. A ellos, todo el éxito posible. A los otros, los que siguen esperando que otros resuelvan con mentiras, un final con el menor dolor posible.

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