Desde otro planeta. III

Una crónica tangencial de mis primeros 6 meses como emigrante
Rafel Osío Cabrices,
agosto-noviembre de 2014.



Los mitos y los sueños

He hablado de Venezuela como Alderaan: el pacífico planeta donde creció la Princesa Leia y que al principio de Star Wars: A New Hope ella ve estallar desde una ventana a la que la conduce, con elegante crueldad, su padre, Darth Vader. He pensado en la compra hostil de medios de comunicación en Venezuela como una parodia de The Invasion of Body Snatchers, una vieja película en la que los invasores extraterrestres ocupan los cuerpos de los terrícolas y los despojan de toda capacidad de pensar y de sentir. He recordado a mis amigos escritores y artistas a diario, imaginándolos sobrevivir en ese paisaje de barbarie desatada como islas vivas de civilización, que resguardan en sus memorias el patrimonio cultural para cuando pueda reverdecer, como en Fahrenheit 451.  

Insisto en usar imágenes de la ciencia ficción para explicar y explicarme lo que le pasa a Venezuela. Pero también suelo recurrir a antiguos mitos para manejar el drama de mi país perdido. Me digo que a partir de la emigración reemplacé con mi complejo de Noé –el deseo de construir un arca para salvar del cataclismo a los seres más valiosos- lo que tuve durante mis últimos años viviendo y escribiendo allá: mi síndrome de Casandra, la terrible sensación de ver venir a las desgracias sin la capacidad de prevenir a los demás. Y más recientemente me he visto incurriendo en el error de la mujer de Lot: el quedarme petrificado por voltear a mirar la ciudad en llamas de la que escapé. 

No es casualidad que mi memoria haya convocado precisamente esas referencias: todas ellas tienen en común el tema del fin del mundo. De la ciudad, de lo conocido. Sin que se pueda evitar, además. Leia y Casandra contemplan impotentes la aniquilación de la urbe en la que se criaron; Noé, Lot y los memoriosos poetas de Fahrenheit 451 pagaron con soledad y con tristeza la carga de sobrevivir a un cataclismo social y político producido por una mayoría corrompida. Todos ellos rumian el dolor de ver cómo las advertencias fueron desoídas, cómo la muchedumbre avanzó jubilosa hacia el precipicio bajo los clarines de la soberbia y de la irracionalidad.

Esos mitos, viejos y recientes, conviven en mi revuelto espíritu con los sueños. Tengo tres clases de pesadillas, dormido y despierto. Las que cuentan cosas que pudieron habernos pasado y no nos pasaron. Las que cuentan cosas que pudieran pasarnos si volvemos. Las que cuentan cosas que pudieran pasarle a quienes dejamos atrás.

De todas me cuesta escribir. De muchas de ellas me niego a hablarle a mi esposa: ya ella tiene bastante con las suyas. En todas se envanece una violencia que ríe y ocurren en el mismo escenario: un país que me ha dado tanto las mayores alegrías como los mayores espantos. Y que es hoy una irrealidad. Una nube de recuerdos en los que abunda tanto la idealización como el trauma. Una presencia intangible pero permanente que se me atraviesa ante el paisaje canadiense como una lesión de la vista.

Las palabras que faltan

Soy un emigrado. O más bien un emigrante, más en gerundio: la emigración es un proceso que no termina una vez se ha pisado el país de destino, y tal vez no acaba nunca. Lo que yo hice, junto con mi esposa y mi hija, fue, simplemente, emigrar. Es parte esencial de la historia humana, de la del país del que venimos y de la del país que escogimos, Canadá. Es un hecho masivo en nuestro continente, que los venezolanos insistimos en ver como extraordinario, solo porque para nosotros lo es.
Sé todo esto, pero tiendo a sentirme como un exiliado y como un desterrado. Aunque tengo muy claro que son términos que no me corresponden.

Destierro tiene antiguas connotaciones literarias; era un castigo que usaban las sociedades feudales que consistía en prohibir a un rebelde regresar a su tierra, so pena de muerte. No es mi caso. Pero sé que mis posibilidades de morir violentamente son radicalmente distintas si estoy en Canadá –con 34 millones de habitantes y menos de 500 homicidios en 2013- o si visito Venezuela. Y aunque nadie me obligó a irme, aunque irme fue una elección que yo me sentí obligado a hacer, es un hecho que el chavismo presionó sistemáticamente para que muchos lo hiciéramos. No me montaron los militares en un avión y me mandaron a algún país vecino, como le hicieron a Gallegos. No salí corriendo porque creyera que estaban a punto de meterme preso. Fue voluntario.

Exilio es otra palabra que viene a mí. Un exiliado, como un desterrado, también es objeto de una persecución. Estaban exiliados los políticos venezolanos que huían de la dictadura en los 50 o los argentinos, chilenos o uruguayos que lo hicieron, en países como Venezuela, en los 70. No soy un republicano español en México tras la victoria de Franco o un liberal checo en París tras la “primavera” del 68. Pero de todos modos yo me siento parte de los perdedores, los que perdieron su guerra y los que perdieron su país. Los perdedores que siempre hay en un cambio histórico, como también hay ganadores. Hubo un cambio histórico en mi país y yo salí perdiendo. No perdí ninguna posición de poder o de riqueza, que no tenía, pero sí el entorno profesional para el que me formé, reducido hoy a cenizas, y también el entorno político, porque no se puede hacer periodismo en una dictadura. Al menos yo no sé cómo hacerlo.

Lo cierto es que el término administrativo de emigración no me basta. Probablemente le pase lo mismo a muchos otros emigrados venezolanos. Algunos entre nosotros han dicho con sagacidad que llamarse exiliado en vez de emigrado es echarse encima un drama y un aire de heroicidad que no nos toca. Tienen razón. Nada hay en mí de heroico, por ejemplo. 

Pero aún así, siento que emigración no termina de explicar nuestra situación. Hay algo más. Me faltan las palabras que definan lo que soy ahora. Las palabras, como mis pasos, parecen estar encima de lava en movimiento. Se desplazan, amenazan con sumergirse, con naufragar. No terminan de ocupar su sitio. O yo no termino de moverlas.

Continuará

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