Yo también me iría si ya no me hubiera ido

En el 2000, o lo más probable es que haya sido en el 2002, tomé la profética decisión de comprar un boleto sin retorno al estado de la Florida. En aquel tiempo me movían dos razones que hoy juzgo con desconfianza y admiración: me había quedado sin empleo, pero, por sobre todas las cosas, había macerado la sospecha de que todo se había ido al demonio en este país.
Por Salvador Fleján

 

La ciudad que me recibió no era la misma que tanto admiré en Miami Vice.


Recuerdo que por aquella época el estado de mis finanzas era bastante precario. Tenía meses sin trabajar y mis ahorros eran una lejana reminiscencia que yo trataba de paliar cada quincena asaltando la nevera de la casa paterna, a la que siempre llegaba sigilosamente a medianoche, evitando así que mis padres se preocuparan por mi inexistente adicción al crack. Trataba, más bien, de evitarles el dolor de enterarse de que tenían un hijo viviendo en la pobreza más absoluta.

Sólo pude darme cuenta de cuán grave era mi inopia en el momento en que me aprestaba a hacer las maletas: no tenía maleta. Tampoco mucha ropa. El boleto lo había comprado a cuenta de vender la mitad de mi biblioteca y apenas pude reunir unos 100 dólares en efectivo, que en Miami duraron unos nanosegundos.

La ciudad que me recibió no era la misma que tanto admiré en Miami Vice. Había demasiadas autopistas y ninguna rubia en bikini. El único flamingo rosado que vi era de plástico y servía de anuncio a una cauchera. Mi contacto en la Florida era un maracucho-americano, veterano de la Guerra del Golfo, con quien trabé amistad en un resort de Margarita, a donde él había acudido a hacer turismo sexual, aunque siempre lo vi borracho en una tumbona al borde de la piscina.

Luben, que así se llamaba mi amigo, pasó a recogerme al aeropuerto. Vivía en el condado de Broward, a unos 45 minutos al norte de Miami. En el trayecto se encargó, enjundiosamente, de hacerme odiar el American Way of Life.

“Luben García, mi llave”, recuerdo que dijo cuando nos conocimos en la barra del resort margariteño. También recuerdo que no me impresionó tanto el anacronismo “mi llave” como el tono con que lo pronunció. Por un instante, aquella modulación en su voz me trajo aires de bachillerato y miserias de los 80. También fue el mismo tono que utilizó para presagiar que yo “no iba a aguantar la pela de los gringos”.

Luben tuvo razón (siempre la tuvo), sólo que yo dilaté seis años en entender su vaticinio.

Mi amigo americano tenía la facilidad de desmontar cualquier cosa: fue mecánico de helicópteros y sniper en Irak. Se demoró aproximadamente media hora en desmantelar el mito americano que Hollywood me había forjado desde la infancia. Cuando hicimos una parada en un IHOP para ir al baño, yo ya me quería devolver a mi nostálgica pobreza.

Luben lo primero que aclaró fue el monto de mi primer mes de renta norteamericana: dormir en su sofá me costaría unos $800 que todavía yo no había producido. “No puedes traer mujeres al apartamento. Las puertorriqueñas son muy gritonas y busca peos”, me dijo mientras se chupaba un dedo embarrado de sirope y adivinaba mis predecibles gustos femeninos. Sus otras recomendaciones incluían advertencias del tipo: “los colombianos son unos traidores”, “nunca trabajes con venezolanos”, “te vas a ladillar de esta vaina en tres meses”.

Luben no resultó tan funesto como yo hubiese querido a los fines de esta crónica. A los tres días me consiguió un part  time en un Home Depot en Pompano Beach. Empleo que complementé con otro junto a unos brasileños que tenían el monopolio de la limpieza de unos edificios de oficina en Deerfield Beach.

Poco a poco, mi aventura de inmigrante se transformó en una larga cadena de subempleos variopintos. Así, en un mes llegué a ser cocinero en restaurante árabe, instalador de alfombras y empleado de un autolavado. Eran trabajos extenuantes, mal pagados y, en ocasiones, humillantes. A pesar de ello, siempre supe sacarle el lado provechoso y ganar en experiencia. A todos y cada uno les agradezco las vivencias que me aportaron.

Un buen día decidí regresar. Fue una decisión que tomé sin dramatismos ni arrepentimientos. Al igual que cuando decidí emprender la aventura de irme.  Cuando le comuniqué a mi amigo Luben ni decisión no lo podía creer. Hasta intentó disuadirme usando argumentos extraños a su jerga antigringa. De mi regreso han pasado unos años y ahora veo un frenesí colectivo por irse del país. No los culpo, yo también me iría si ya no me hubiera ido.


Fuente: http://www.quintodia.net/seccion/vsd/32519/yo-ya-fui-y-tu/

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