Nadie despide al que se queda

En Venezuela se han hecho habituales las despedidas. Casi todos tienen amigos o familiares que decidieron emigrar. La situación es cada vez más frecuente y, por tanto, se asume con mayor naturalidad y menos dramatismo. Pero para quien se queda, la sensación de abandono es cada vez mayor.
Por Juan Pablo Gómez




 
“Nuestro destino de viaje nunca es un lugar, sino una nueva forma de mirar las cosas”
Henry Miller


El proceso migratorio venezolano ha estado presentando cifras inéditas los años más recientes. La particularidad del emigrante venezolano es que suele ser profesional calificado y formar parte de la llamada clase media. La primera razón, entre varias que arguye para empezar a vivir en otra nación, es la inseguridad personal. Luego, la inseguridad jurídica. Es decir, el venezolano profesional de clase media ya no se siente seguro en su país y prefiere agotar opciones que posibiliten una mayor seguridad personal y profesional en otras latitudes. Pero el proceso siempre es más arduo y doloroso de lo esperado. No es tan fácil dejar el país de origen y tampoco es fácil adaptarse a otro lugar (sobre todo si la lengua y la cultura son distintas). Los estudios estadísticos y sociológicos suelen enfocarse más en el emigrante: sus particularidades y su proceso. Pero suelen olvidar otro caso muy peculiar de desarraigo menos evidente: el que se queda.

En Venezuela se han hecho habituales las despedidas. Casi todos tienen amigos o familiares que decidieron emigrar. La situación es cada vez más frecuente y, por tanto, se asume con mayor naturalidad y menos dramatismo. Pero para quien se queda, la sensación de abandono es cada vez mayor. Venezuela no se parece al lugar en el que crecieron y la gente habitual que los rodeaba ya no está. Empiezan a ser emigrantes sin irse. Están en circunstancias distintas y en un entorno cada vez más hostil y difícil. En cierto modo, quedarse es también un viaje psíquico intenso. Y muy doloroso justamente porque es silencioso y desatendido. Nadie despide al que se queda.

¿Por qué se ha llegado a esto? ¿Qué dio origen a estos niveles de inseguridad personal que hemos padecido los últimos 30 años? ¿qué fue exactamente lo que sucedió para que la criminalidad empezara a vivir campante entre nosotros? ¿cómo fue que caímos en esta vorágine violenta? ¿todo se fundamenta en la pobreza? Son preguntas álgidas y complejas.

Lo más necesario y difícil es comprender. Las expresiones de desprecio y rechazo hacia nuestra nación por parte de nosotros mismos son cada vez más frecuentes y viscerales: “Este país ya no sirve pa’ nada”, “Esto se lo llevó quien lo trajo”, “El último que apague la luz”, etc. Son frases cotidianas y tienen décadas en nuestro tono coloquial diario. Parecen dichas como forma de desahogo, pero son más peligrosas y reveladoras de lo que queremos asumir. Son manifestaciones de un desarraigo que cercena nuestros vínculos con el país, con nuestra gente, con nuestra tierra, con nuestras costumbres, con nuestra historia personal y colectiva.

Además se crea una catastrófica y falsa sensación: lo valioso se está yendo, y lo que se queda es lo nefasto. Ver una larga fila de personas esperando que abran un local comercial de electrodomésticos para adquirir productos a “precios justos” y, luego, aprovechar la escasez para revenderlos por Internet es una imagen agraviante y dolorosa. Todos en pos de un beneficio personal inmediato mientras el barco se hunde. La especulación, la criminalidad, el contrabando y la corrupción haciendo añicos los pilares que nos sostienen como nación. Culturalmente estamos sumidos en un proceso difícil de revertir y que sólo fortalece el deterioro general de los valores de convivencia elemental y respeto a la ciudadanía.

Muchos de los que emigran se van con la idea de que volverán. Eso nunca se sabe. No hay garantías ni certezas. Pero a juzgar por los hechos: no conozco a nadie que haya vuelto por voluntad propia. Curioso recordar a dos famosos héroes míticos de epopeyas antiguas: Odiseo y Eneas. Odiseo vive en perpetua nostalgia y, a pesar de las calamidades, los dioses le deparan el beneplácito del regreso a su tierra amada: Ítaca. Odiseo ha hecho un viaje cíclico; su epopeya es la del regreso, el nostos griego (de allí “nostalgia”). Eneas, en cambio, tiene un viaje lineal: su tierra de origen –Troya- ha sido devastada y debe irse para siempre a fundar los cimientos de lo que más tarde será una nueva patria para sus descendientes: Roma. En el caso de nuestro devenir tropical y petrolero, casi está de más decir que nuestros emigrantes se parecen más a Eneas que a Odiseo.

Fuente: http://www.el-nacional.com/opinion/van-quedan_0_543545694.html

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