Luz Marina Rivas: "De niña, me sentía extranjera". Migración de ida y vuelta

La experiencia migratoria, llena de complejidades, incluye la de que aquellas personas que llegaron a Venezuela desde otro país, hicieron su vida, y regresaron recientemente a su país de origen. Entrevistamos hoy a Luz Marina Rivas, académica y docente colombo venezolana. Este es su conmovedor y lúcido testimonio.
Por Blanca Strepponi


Luz Marina Rivas, 2016.
Nací el 30 de julio de 1958, en Bogotá. Llegué a Venezuela en 1964, creo que en marzo o abril, es decir, con cinco años y medio de edad. Mis padres, colombianos ambos, emigraron a Venezuela como tantos colombianos de aquella época. Papá temía que nos quedáramos en Colombia por la violencia que crecía en el país. Era un joven médico que recientemente había terminado una maestría en Estados Unidos. Se había graduado antes en la Universidad Nacional de Colombia, donde tuvo un compañero venezolano que llegó a ser muy amigo, tanto, que fue acogido por una temporada grande en la casa de mis abuelos. Este amigo le habló de las oportunidades que tendría en Venezuela. 

Recuerdo que antes de nuestro viaje a Caracas, vivíamos en una linda casa en Cali, rodeada de árboles y de vecinitos de mi edad. Cuando llegamos a Caracas, para ser alojados los primeros meses en un geriátrico que le pertenecía al amigo de Papá, me sentí como expulsada de un paraíso. Tanto Papá como Mamá trabajaban todo el día. Mi hermano y yo llegábamos en transporte escolar desde el Colegio Las Palmas, donde solo hice el preparatorio, y nos sentíamos perdidos en aquella casa llena de gente extraña. Sin embargo, poco a poco, las condiciones mejoraron. Mis padres alquilaron un apartamento en La Florida y un par de años después, compraron otro en Los Naranjos de Las Mercedes, mi hogar de infancia. Viví toda la vida en Venezuela hasta mis 54 años.

Regresé a Colombia en el año 2012, ya jubilada de la Universidad Central de Venezuela, con mi esposo. Mis dos hijas, nacidas en Venezuela, se adelantaron y llegaron unos meses antes. 

¿Tenías presente el ser extranjera en Venezuela?

De niña, me sentía extranjera. Mi acento me delataba y me nacionalicé con la edad de 11 años, así que mi primera cédula fue de extranjera, pero la extranjeridad no estaba tanto en los documentos, como en las vivencias. 

Cuando eres un niño inmigrante, no tienes familia extendida. No tienes abuelos en cuya casa quedarte, no puedes jugar con los primos, no comes lo mismo que tus amigos del colegio, no hay regiones de Venezuela donde tengas parientes, no tienes los mismos marcos de referencia de los nacionales. 

Recuerdo que tenía un libro de lectura en primer grado que tenía muchas palabras populares que yo no conocía, que hablaba de comidas y costumbres que me resultaban extrañas. La primera vez que probé una hallaca tenía yo siete años y no me gustó. La dueña de la casa que había invitado a mi familia por el año nuevo se sintió terriblemente ofendida. 

Cuando viajábamos a Bogotá por vacaciones, la familia colombiana nos recibía con mucha alegría. Yo disfrutaba muchísimo de tener una familia más grande, de comer arequipe, almojábanas y pandeyucas, agua de panela y chocolate caliente, de pasear por la sabana, de usar suéteres, de salir con los abuelos para que me consintieran. Bogotá era como un paraíso, idealizado por mi hermano menor y por mí. 

Con el tiempo, me fui sintiendo cada vez más venezolana. Cuando tenía quince años, mis padres se divorciaron y Mamá consideró regresar a su país con nosotros, sus tres hijos. Para ese entonces, yo me negué. Ya me sentía más venezolana que colombiana. Me gustaba mucho continuar viajando a Colombia, pero en plan vacacional solamente. 

Mis hermanos sí regresaron siendo jóvenes. Mi hermana menor cursó un par de años de bachillerato en Bogotá, regresó a Caracas y años después, decidió volver a Colombia, a pesar de haber llegado a Venezuela siendo bebé. Por su parte, mi hermano decidió estudiar la carrera de Antropología en la Universidad Nacional y decidió hacer su vida en Colombia, donde se casó, tuvo sus hijos y viajó por todas las regiones, para terminar instalándose en el Amazonas colombiano. 

Yo permanecí siempre en Caracas, hasta mi tardío retorno, ya cerca de la tercera edad. Aprendí a hacer hallacas, me hice devota de las arepas, estudié y trabajé en la Universidad Central de Venezuela, leí con pasión la literatura venezolana; en Venezuela me casé, me divorcié, me volví a casar, y tuve hijas venezolanas por nacimiento.

¿Te sentías discriminada en Venezuela?

Venezuela fue un país que acogió a muchos inmigrantes, pero había nacionalidades más prestigiosas que otras. Daba caché ser italiano, alemán, francés. Ser colombiana no era fácil. Como tampoco lo era ser ecuatoriano, peruano o portugués. En Venezuela los colombianos eran tenidos por ladrones, contrabandistas y por inmigrantes ilegales, pues la violencia aventaba a miles de inmigrantes pobres. 
A los pocos meses de mi llegada, mi acento cambió y entendí que era mejor no hablar de mi origen, como no lo hacían los colombianos en Venezuela. Por eso no hay una literatura de la migración colombiana. Las culturas eran cercanas y era fácil camuflarse. Un amigo colombiano de la primaria con el que me he reencontrado en Bogotá, me contaba que él era muy pacífico, pero que cuando le hacían bullying por ser colombiano, era capaz de caerse a golpes.

Recuerdo que una compañerita me llamó “pedazo de colombiana” estando en segundo grado y eso me hirió mucho. Mis compañeros de bachillerato me fastidiaban con el asunto de que “el Golfo es nuestro” y me preguntaban en qué bando estaría cuando hubiera una guerra entre Venezuela y Colombia. Cuando se abrieron las becas de Fundayacucho, alguien me dijo que yo nunca tendría oportunidad de obtener una, porque no era venezolana por nacimiento. 

Cuatro eventos de discriminación en distintos momentos de mi vida me marcaron mucho, a pesar de haber vivido muchos otros. 

El primero ocurrió en mi adolescencia. Mamá trabajaba como secretaria. Una vez concursó para trabajar en un periódico de la Cadena Capriles que ya no existe. Pasó todas las pruebas que le hicieron, pues ella era excelente, había sido secretaria de presidentes de empresas y había tenido cargos de responsabilidad. La persona de Recursos Humanos que se ocupaba de su ingreso la felicitó y le dijo que ya estaba prácticamente adentro, que solamente le quedaba pendiente una entrevista con el director del periódico. Cuando ella entró en su oficina, el hombre estaba leyendo su currículum y le dijo sin mirarla, golpeando el papel con su dedo índice: “¿Usted cree que yo la voy a contratar cuando aquí dice que usted nació en Bogotá, Colombia?” Mamá llegó llorando a la casa y yo sentí una indignación y una impotencia muy grandes. 

El segundo evento ocurrió cuando estudiaba Letras en la U.C.V. Un profesor muy apreciado vio por alguna razón mis papeles y se le ocurrió un piropo que sentí como un insulto. Me dijo: “No sabía que tú eras colombiana. Será por eso que me robaste el corazón.” 

El tercero sucedió cuando llevé a mi hija mayor a sacarse su primera cédula. Cuando la empleada de la Diex vio la partida de nacimiento de ella, me dijo que no podía sacarle la cédula, porque yo era colombiana y tenía que traer el certificado de la maternidad. Yo le expliqué que era venezolana, que en la partida de nacimiento de mi hija aparecía mi cédula venezolana y que mi esposo, el padre de la niña, era venezolano por nacimiento. Ella casi me gritó: “Pero aquí dice que naciste Bogotá, Colombia”. Tuve que ir al Hospital Clínico Universitario a solicitar el certificado, que tardó muchos días. Regresé a la oficina de la Diex de nuevo con mi hija y lo presenté a una empleada distinta. Ella, amablemente, me dijo: “Señora, ¿por qué presenta eso? Usted es venezolana y ese certificado no es un requisito.” 

El último evento tuvo que ver con mis propias hijas. Cuando eran niñas, quise armar un viaje a Bogotá por ellas, para que conocieran a la familia colombiana y supieran de sus raíces de este lado del mundo. Ellas estaban reacias. Me dijeron que no querían viajar a Colombia, que era un país feo. Era lo que les habían dicho sus compañeros del colegio. Por supuesto, el viaje se hizo. Cuando conocieron Bogotá y sus alrededores, y a la familia que las atendió con tanto cariño, se disculparon por el prejuicio. No era su culpa; era de la cultura anti-colombiana que en ocasiones recrudecía. 

Mi madre decía que había épocas en que era mejor no decir de dónde era uno, si no se lo preguntaban. La manera de saberlo era oír en los noticieros cómo se hablaba de Colombia. Cuando las cosas estaban mal, era “el vecino país”. Cuando estaban mejor, era “la hermana república”. Ya en mi trabajo como docente universitaria, conocí a estudiantes colombianos nacidos en la costa del Caribe. Ninguno decía que era colombiano. El acento parecido los ayudaba a camuflarse. Yo había cambiado mi acento, pero una que otra vez me preguntaron si era gocha. El asunto es que, sin darme cuenta, el acento volvía cuando yo hablaba con mis padres.

¿En algún momento "olvidaste" que habías nacido en otro país? 

Nunca lo olvidé y, si lo intentaba, siempre había quien me lo recordara, pero llegué a querer a Venezuela como mi país. Mi identidad era venezolana. Aunque sabía de casos de colombianos con doble identidad, yo solo tenía la nacionalidad venezolana, pues era ilegal tener dos nacionalidades. Yo viajaba a Colombia con pasaporte venezolano. 

En el año 2005 me enteré de que con los cambios de constituciones en los dos países, ya era legal, de manera que sin saber que yo volvería a Colombia, quise recuperar la nacionalidad colombiana. Fui al Consulado  y me citaron a una emotiva ceremonia a cargo del cónsul, que cerró con el himno nacional de Colombia.  Me dieron mi primera cédula en 2006. Por ello tengo un número de cédula de ciudadanía que corresponde a una edad mucho más joven. Tengo que vivir dando explicaciones.

Carlos Pacheco y Luz Marina Rivas, Navidad de 2014

¿Cuánto tiempo pasó hasta que te sentiste integrada?

Me sentí integrada cuando tenía once años y cursaba el sexto grado. Una materia que disfrutaba mucho era la Historia. Me sabía muy bien la historia del país y la sentía como mi historia. Para entonces, ya me sabía “El alma llanera”, “La burriquita” y “El pájaro guarandol”. Estudiaba en el Colegio Americano y cuando terminé la primaria, el colegio vendió el bachillerato al Colegio Internacional. Nos ofrecieron continuar allí, pero con el programa de estudios norteamericano. Yo no quise. Eso significaba tener que revalidar el bachillerato en caso de querer estudiar la carrera en Venezuela. Yo era apenas una niña, pero estaba segura de que quería estudiar y vivir en Venezuela. 

Un gran número de mis compañeros y yo nos fuimos al Colegio Emil Friedman. Fue un gran acierto. Allí me encontré con una gran cantidad de niños hijos de extranjeros que se sentían venezolanos. Ser venezolano naturalizado ya no era ser inferior. Todavía recuerdo a mi amiga Micaela, nacida en Checoslovaquia, cuando llegó feliz un día en el tiempo en que cursábamos segundo año. Quería que la felicitáramos, que viéramos que ese día ella era distinta. Los compañeros y yo le preguntamos que por qué era distinta ese día y ella contestó: “Porque ya soy venezolana, vale.” Yo lo era desde hacía dos años y pensé: “Yo también soy venezolana”.

¿Hubo algún hecho en particular, un momento de revelación, que te llevara a la decisión de irte de Venezuela?

Recuerdo uno clave. En el año 2011, la situación política, económica e institucional del país se hacía cada vez más difícil. Mi esposo Carlos y yo, como profesores universitarios titulares, resentíamos la disminución de la capacidad adquisitiva, que nos hacía gastar casi toda la quincena de uno de los dos en un mercado, resentíamos los apagones de luz y la escasez de algunos alimentos, los que estaban regulados. Las universidades pasaban trabajo con sus presupuestos cada vez más exiguos. Era ridículo el presupuesto que cada escuela de la U.C.V. tenía para el mantenimiento, creo que como Bs. 50 de aquel momento. Yo me había jubilado hacía tres años, pero continuaba trabajando en el Postgrado de la Facultad de Humanidades y Educación, donde había más de cincuenta profesores jubilados, la mayoría de los cuales no cobraba un centavo por continuar dirigiendo programas y dando clase. A pesar de estar allí, también estaba dictando unos talleres de escritura creativa para ganar algo más que redondeara mi disminuida jubilación. 

Un día yo regresaba hacia mi casa en mi carro y escuché en la radio que el gobierno acababa de regular los productos de aseo personal. Dada la experiencia con los productos regulados, pensé que pronto no conseguiríamos ni jabón para bañarnos. Llegué a la casa y no había luz. Entonces tuve la revelación: si nos quedábamos en el país, llegaría un momento en que estaríamos atrapados, porque ya no nos alcanzaría el sueldo ni habría ahorros para irnos a otra parte. Si la situación seguía como iba, habría una estampida de venezolanos hacia el exterior (en efecto, pensé en la palabra “estampida” como metáfora, pero no creí que llegaría a ser literal) y con nuestras edades, sería cada vez más difícil encontrar empleo en otro país. Yo tenía ya la idea de que podría ser interesante conseguir algún trabajo temporal en Colombia para ir y venir. En aquel momento, pensé que lo mejor sería emigrar, pero sabía que mi esposo Carlos no iba a estar demasiado ganado para la idea. Tenía más esperanzas que yo en que las cosas cambiarían. Sin embargo, aceptó la idea de ir y venir. Ese año viajamos a Bogotá a dictar conferencias en dos universidades y a explorar el terreno. En el segundo semestre de 2012 llegamos a Bogotá a trabajar un primer semestre, para experimentar cómo nos sentiríamos. Yo tenía familia y Carlos tenía a sus amigos de la Javeriana, pues había estudiado allí su pregrado. 

¿Imaginabas tu regreso a tu país de origen como algo sencillo o difícil? ¿Cuál dirías que es el balance de lo que imaginabas Vs la realidad?

Sabía que no sería fácil, pero no pensé que sería tan difícil. Yo tenía una imagen de Colombia muy idealizada, pues era el paraíso de la infancia, pero la llegada fue complicada. Era difícil alquilar o comprar un apartamento; era difícil incluso tener un plan postpago para un teléfono celular, si uno no tenía historia crediticia. Para algunas cosas, los trámites eran más sencillos que en Venezuela, como conseguir una apostilla o sacarse un pasaporte; para otras, la burocracia era infinitamente peor. Era impresionante la cantidad de papeles que podían solicitarnos para un empleo, para conseguir un crédito, para abrir una cuenta bancaria. 

En muchas ocasiones, lo que se nos ofrecía no llegaba a ser lo que nos prometían. Colombia no ha sido un país que recibiera inmigrantes. Los exportaba. Por ello, muchas normas y protocolos no prevén los casos particulares de un extranjero o un connacional que no ha vivido en el país.

Por otra parte, el reencuentro con mis familiares colombianos fue un gran regalo para mí. A algunos primos no los veía desde hacía treinta años. Ha sido especial reencontrarlos. Tuvimos mucho apoyo familiar, al igual que de los amigos de Carlos. Sin embargo, hubo otras dificultades que tuvimos que afrontar. Carlos quería trabajar como editor o traductor, pues aunque fue docente en dos oportunidades en Bogotá, no quería no poder ir y venir de Venezuela con frecuencia. No consiguió más que algunos trabajos esporádicos. Era frustrante. Como en aquel entonces tuvimos la oportunidad de recibir nuestros sueldos a través de las remesas de Cadivi, no estábamos en una situación crítica. Con dificultades, logramos instalarnos, pero en el segundo semestre de 2014 a Carlos le negaron su remesa. Desde el 2015 yo dejé de recibir la mía. 

Yo tenía un trabajo temporal en una universidad. Me alentaban con la idea de que habría un cargo fijo que nunca se daba. Había un plan, pero el plan cambiaba. Había otro, pero también cambiaba. En esa universidad nunca me consideraron colombiana. Era la profesora venezolana. La dinámica de trabajo era muy diferente a la de la U.C.V. Había cosas que me resultaban desconcertantes. No había trabajo de equipo. Pasaba días sin ver a los colegas. La mayoría de ellos eran amables, pero distantes, con pocas excepciones (que las hubo) de gente de verdad solidaria.  

En el 2015 Carlos falleció de un infarto. Para mí fue un durísimo golpe, del que no me he repuesto. Luego de su fallecimiento, me costó mucho seguir trabajando. Me sentía muy sola. Extrañaba más a Venezuela y extrañaba la compañía de Carlos. Debo admitir que mi relación con los estudiantes ha sido muy buena y que las clases eran remansos en medio de la tristeza, pero tenía muchas más horas de clases que mis colegas y que en toda mi vida. No era posible investigar ni hacer nada más. 

El año siguiente conseguí otro trabajo en otra institución universitaria, mucho más satisfactorio, con un equipo de personas muy grato. Logré traerme a mis padres ancianos de Venezuela. Si bien, por mi edad, no es fácil conseguir un trabajo de planta, el balance ha sido bueno. Tengo ingresos que me permiten vivir, sin lujos, pero sin las angustias que tendría de haberme quedado en Venezuela con esa inflación galopante y con un salario universitario. Mis hijas están adaptadas y pueden sostenerse con sus empleos, aunque no tienen grandes ingresos. Bogotá es una ciudad complicada. Vivo muy lejos de donde trabajo y la movilidad es difícil (me toma entre hora y media y dos horas ir hasta allá y lo mismo de vuelta), pero tengo amigos, tengo a mi familia cerca. 

A veces le temo al futuro. En este país no tendré derecho a jubilación y ya tengo sesenta años. En Venezuela, mi salario de jubilada corresponde a unos diez dólares mensuales que igual no puedo sacar por el control de cambio. No es nada fácil emigrar muy mayor, pero en líneas generales, me alegro de haber tomado la decisión de volver a Colombia. 

¿Te sientes aceptada e integrada en tu país de origen?

Aun cuando sigo siendo la profesora venezolana, me siento aceptada y adaptada en mi trabajo y en mi vecindario. Disfruto de las reuniones familiares con mis hijas, mis tías y primos. Tener una familia extendida ha sido una gran ganancia. Tengo amigos colombianos y venezolanos, gente maravillosa, y escucho el acento venezolano todos los días en la calle, en el mercado, en los restaurantes.

¿Ha cambiado tus percepciones en general, tanto de ti misma como del entorno?

Ha cambiado. Creo que ahora soy más fuerte. Cuando miro hacia atrás, veo que he logrado cosas que parecían muy difíciles. Sin embargo, la nostalgia aprieta. Extraño a los amigos, los que siguen en Venezuela y los que han salido hacia otros destinos; extraño a la poca familia política que queda en Caracas. Estoy pendiente de lo que sucede allá. Escucho por internet a diario la radio venezolana, en la cual reconozco más voces que en la radio colombiana, y sigo revisando El Nacional. Lloro cuando leo “La vida de nos”. Me cuesta despegarme de  Venezuela y no quiero tampoco hacerlo. Allá están muchos afectos, allá están mis paisajes entrañables, mi Ávila soberbio, allá está todavía mi hogar que no ha podido ser vendido, porque la sucesión no termina de salir. 

El entorno está cambiando. La masiva migración de venezolanos que llegan sin nada, caminando con niños y ancianos me parte el corazón. Esto está trayendo problemas sociales. Aun cuando ha habido mucha solidaridad, comienza a manifestarse una xenofobia incipiente. Me preocupa que la solidaridad del colombiano cambie frente a esta realidad. Más de un millón de venezolanos, más la migración de retorno de los colombianos con sus familias venezolanas, se percibe negativamente, pues Colombia no estaba preparada para esto. Ahora son los venezolanos los que comienzan a ser percibidos en Colombia como antes los colombianos en Venezuela. Lamentablemente, con muchas personas buenas, han emigrado malandros, se han prostituido mujeres que nunca pensaron en hacerlo y hay una gran mendicidad que prolifera cada día. Cuando voy a mi trabajo en el transmilenio, piden ayuda unos cinco venezolanos por trayecto. Muchos son profesionales que han llegado sin pasaporte y sin sus títulos universitarios.  Ha aumentado la inseguridad en las ciudades que más inmigrantes reciben y han colapsado los servicios de salud. Algunos empleadores explotan a los inmigrantes pagándoles menos de lo que le pagarían a un colombiano, a pesar de que el gobierno sanciona a quienes lo hacen. Esta situación me resulta muy dolorosa. 

¿Te parece que ves lo que sucede, grande o pequeño, desde una perspectiva distinta a la de tus connacionales?

¿Connacionales de qué lado? Estoy en ambos. Creo que esta durísima experiencia que estamos teniendo ayudará a Venezuela y Colombia a verse más la una en la otra, a comunicarse mejor. En mi pequeño espacio, busco dar a conocer la literatura y la cultura venezolanas. Los colombianos se sorprenden de saber que también en Venezuela hay una Virgen de Chiquinquirá y los venezolanos ignoran que Chiquinquirá está en Boyacá y allí también está ella, pero no con el nombre de “la Chinita”. Hay muchos colombianos que creen que “Moliendo café” es una pieza colombiana. Y en el Diccionario de Colombianismos del Instituto Caro y Cuervo aparecen muchos vocablos que deben estar en el Diccionario de Venezolanismos del Instituto de Filología Andrés Bello. No sé si en Venezuela se imaginan la cantidad de plazas con estatuas de Bolívar que hay en Colombia, o que recientemente fue recibido calurosamente Reynaldo Armas en el Teatro Colón, porque la música llanera también es colombiana.

Tengo también en Colombia a varios amigos venezolanos que conocí hace años en Caracas, cuyos hijos ya empiezan a tener acento colombiano. En esos niños veo mi historia, pero al revés. Una amiga venezolana contaba que su hijo, también venezolano, pero que ha crecido en Bogotá, les dijo a sus amigos un día que su mamá era extranjera. Comienza a camuflarse el carajito. 

¿Consideras que tienes dos nacionalidades?

Tengo sentimientos contradictorios. En Venezuela me recordaban que nací en Colombia. En Colombia me ven como venezolana. Luego de seis años de haber regresado a mi país de origen, me veo a mí misma como colombo-venezolana. Recuerdo que Mamá lloraba cuando llegaba a Bogotá y veía desde el avión la sabana de Bogotá. A mí me sucedía lo mismo ya adulta, porque era como un viaje a la niñez y la adolescencia, y al reencuentro con los míos, pero también me sucedió llegando a Maiquetía y viendo el mar desde el avión las últimas veces que fui a Venezuela, ya viviendo en Colombia.

¿Regresarías a Venezuela si la situación mejorara?

Quiero vivir en el país en el que vivan mis hijas y cuanto más tiempo pasa, creo que se aleja la posibilidad de que ellas regresen. Si volviera a Venezuela, estaría muy sola. Si la situación mejorara, me agradaría volver al plan inicial que compartí con Carlos, mi esposo: el plan de ir y venir. En avión se llega a Caracas en una hora y cincuenta minutos. Me haría feliz volver a disfrutar de una jubilación digna y pasar temporadas aquí y temporadas allá, pero lo veo como un sueño.

Bogotá, 15 de septiembre de 2018.

Comentarios

  1. Excelente entrevista, excelente la narración de la experiencia Luz Marina. Con muchas de tus afirmaciones y vivencias me siento identificado. En Colombia he tenido a una segunda patria y estaré agradecido por ello toda mi vida.

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  2. Luz Marina leyendo esta maravillosa entrevista, lloré, reii,recordando muchos momentos! En ese hermoso País, y estando muy de acuerdo contigo de la visión que tenían los Venezolanos de Colombia.
    Mi expericia muy distinta, porque no fui a quedarme, y más bien sin pe-
    dilo se me facilitó todo y además sin planearlo tambien, me vine muy a tiempo.
    En fin, me alegra conocer parte muy importante de tu vida! Y espero podamos vernos pronto.Abrazzzzos.

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  3. Pulcritud, decencia y dedicación son las primeras palabras (de por lo menos una docena) que me vienen a la mente cuando recuerdo a una profesional académica como Luz Marina, correponsable en el 2010 de que yo fuese capaz de dejar todo atrás en aquella Caracas que ya no volverá a existir, y que por fortuna siempre tendrá su Ávila soberbia que la sabe custudiar de la última barbarie...

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  4. Me ha pasado algo parecido, soy costarricense y vivi 34 años en Venezuela, soy venezolana. Regresé a Costa Rica hace año y medio, a sentirme extranjera, a no poder trabajar porque la convalidación de títulos universitarios es casi imposible. Gracias a mi familia, mamá, hermanos y sobrinos he podido mantenerme y adaptarme. Mi hija no pudo encontrar trabajo y tuvo que marcharse a Chile, a ser nuevamente extranjera. Ser inmigrante en mi país ha sido muy díficil.

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  5. Excelente entrevista. Encantadora por su transparencia, realismo y autenticidad.

    Felicitaciones por la narrativa, pues plasma de manera sincera e hilvanada, la vida que a miles, entre dos paises les ha correspondido.

    A la profesora Luz Marina, el mejor de los deseos. Sentí tristeza al leer sobre el fallecimiento de su esposo (Carlos). Una circunstancia inesperada y nada facil.

    Que Jesús y María le bendigan todo los días de su vida.

    Atte.-

    Pablo J. Vivas Diaz
    Colombo/Venezolano

    Pd: Actualmente residenciado en Colombia.

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