Irse, volver, regresar (Parte I)

¿Cómo puedes llegar a un acuerdo con alguien que dice coger en vez de agarrar, pinza en vez de gancho, ordenador en vez de computadora, que come a las dos en vez de almorzar a las doce, braga en vez de pantaleta, coche en vez de carro, sandía en vez de patilla y al cambur lo llama plátano? Con los años, la cosa empeora, eso es lo curioso.
Por Juan Carlos Chirinos

Este texto fue publicado originalmente en el libro Pasaje de ida (Caracas, Alfa, 2013) que reúne los trabajos de 15 escritores venezolanos residentes en el exterior, compilado por Silda Cordoliani 





Juan Carlos Chirinos, escritor venezolano radicado en España

I. Medio limón, esa diferencia

La primera vez que tuve consciencia de que ya no estaba en Venezuela ocurrió a las dos de la mañana en un bar de Salamanca. Todavía el jet lag ejercía sobre mí el influjo del insomnio, y sin pensarlo dos veces, me puse una chaqueta y salí a caminar por la ciudad que sería mi casa en los siguientes cuatro años. Era 4 de mayo de 1997 y Venezuela aún no sabía lo que se avecinaba, aunque lo anhelaba secretamente. 

Pensándolo desde este futuro tan lejano, fue un acto muy irresponsable salir a la calle de madrugada, acostumbrado como estaba en Caracas a esperar las primeras luces del día para salir, o a caminar cortas distancias desde mi casa en la esquina de Colimodio, con mucho cuidado de no tropezarme con ningún malandro. Tal vez la novedad, el aturdimiento, el trastorno, como llamaba una amiga venezolana a ese período de adaptación que duraba varios meses, me empujó a la calle de madrugada buscando algo que hacer, buscando conocer la noche de una ciudad que me olía raro y que desconocía completamente. Qué emocionante es caminar por un lugar nuevo y qué curiosa es la sensación, cuando ya nos hemos apropiado del espacio, que se conserva de esas primeras aventuras: Cada calle nueva, cada espacio nuevo es un universo de la percepción.

Así que después de deambular por las intrincadas calles salmantinas, atestadas de estudiantes cantarines y borrachos, después de llegar a los límites de la ciudad, hasta un mirador desde donde se ve el río Tormes y el puente romano (más tarde entendería que había llegado hasta el así llamado “Huerto de Calixto y Melibea”), entré en un bar, con ganas de sumarme a la fiesta. En la barra pedí un ron con coca-cola; y cuando me lo llevé a la boca, algo se atravesó entre mi lengua y el apreciado líquido: media rodaja de limón que flotaba entre los hielos.

—Este vaso está sucio –me quejé al barman, o camarero, como se le llama en España.

Y el camarero, indignado o sorprendido, me espetó un contundente “¡eso es así!” con la cariñosa brusquedad castellana a la que poco a poco me iría acostumbrando y por la que desarrollaría gran afecto, por su limpidez y honestidad; también porque se me asemejaba a las adustas maneras andinas que también son parte de mí.

Media rodaja de limón en un vaso de ron con coca-cola. Ese fue mi primer tropiezo intercultural, el primero de decenas a los que hay que habituarse cuando vives lejos del país donde has nacido. 

Pequeñas diferencias que te van alejando poco a poco de tus raíces, pero que al mismo tiempo las subrayan. Pequeñas diferencias que te hacen más venezolano cuando aprendes que no puedes tocar la fruta antes de comprarla, y que el pan no es del día y te lo dan en la mano y sin bolsa; diferencias que te dicen que ya no estás allá cuando las monedas tienen otra textura y huelen diferente, cuando para decir «hola» dices «hasta luego», cuando el almuerzo es a las dos y vas andando a todos lados.

Desde luego que todo cambia; y en España, como compartimos la misma lengua y en teoría compartimos parte de la historia, las diferencias parecerían poco importantes. Pero justamente por lo cerca que se hallan las dos idiosincrasias, es por lo que suelen chocar más entre sí, y sin que uno se dé cuenta. El mundo se ve de la misma manera, pero los matices se convierten en lo más importante. 

¿Cómo puedes llegar a un acuerdo con alguien que dice coger en vez de agarrar, pinza en vez de gancho, ordenador en vez de computadora, que come a las dos en vez de almorzar a las doce, braga en vez de pantaleta, coche en vez de carro, sandía en vez de patilla y al cambur lo llama plátano? Con los años, la cosa empeora, eso es lo curioso.

Y hay una razón, de la que hablaré más adelante.

II. Andrés Bello, ese desconocido

Así pasan los años y te vas acostumbrando a tu nueva realidad y a que la realidad que has dejado a diez mil kilómetros llega a ti a través de los periódicos, las visitas de los amigos y los cocossettes y los diablitos y los torontos y demás chucherías que llegan a ti como dones de ultramar, preciados ahora que están tan lejos. 

Pero esa realidad lejana, por lejana, se hace más nítida en tu cabeza. Lees todos los periódicos que te encuentras, estás atento a los detalles sobre tu país, eres más sensible ante cualquier ataque y lo defiendes con voracidad –de 1997 a hoy, Internet y la red 2.0 se han convertido en el camino más corto para estar en cualquier lugar; pero al principio, todo era más precario y aislado, apenas el correo electrónico y unos cuantos periódicos en la red; los diarios impresos aún imponían su verdad de tinta y papel–. 

Uno se acostumbra, y se da cuenta, de que no solo es un venezolano fuera de Venezuela, sino que se convierte, para cada español u otro extranjero que conoce, en la imagen de todo el país, así que la manera como te comportes será, generalmente, la impresión que esa persona se lleve de los millones de venezolanos que, inocentes, hacen su vida fronteras adentro. Parece un chiste, pero es una circunstancia a la que hay que ponerle mucho cuidado; es una responsabilidad que hay que llevar con prudencia y sin fanatismos. 

Por ejemplo, una vez, una chica argentina que ejercía cierto cargo de importancia en la universidad me lanzó una pregunta que hasta este momento no sé si fue inocente o llena de inquina: «¿Pero quién es ese Andrés Bello, de verdad fue tan importante?»; y el recordado profesor Domingo Miliani una mañana nos contó divertido que había desayunado varios días con un profesor español de Física en el Palacio de Fonseca, residencia de profesores invitados, y que este, ya en confianza, le había preguntado de dónde venía. Y cuando Miliani le dijo que era venezolano, el físico, admirado, le había dicho: «¡Pero qué bien habla español!». 

Ante situaciones de esta naturaleza hay que cuidarse de la reacción inmediata. Suponemos que el otro nos conoce tan bien como nosotros, y que nosotros conocemos al otro satisfactoriamente, pero eso no es necesariamente así. De hecho, casi nunca es así, pues un día descubrimos que el otro y el mismo ocupan idéntico lugar.

Y hay una razón para eso, de la que hablaré más adelante.

(Continuará...)

Comentarios

  1. Apasionante tu historia del Medio Limón, me identífico con cada una de tus palabras e impresiones en los primeros meses de mi proceso de inmigrante venezolano en España.

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