Panameños y venezolanos

Quiero reflexionar aquí sobre un asunto que empieza a convertirse en preocupación de conscientes ciudadanos panameños y venezolanos que viven en Panamá: la posibilidad de que en esta maravillosa tierra estén sembrándose y, todavía más, germinando algunos brotes de rechazo hacia los venezolanos que viven en este país.
Por Juan Carlos Escotet Rodríguez 


El pasado sábado 14 de noviembre, en la iglesia de Santa Rita, ubicada en el barrio Don Bosco en la ciudad de Panamá, tuvo lugar la ceremonia de primera comunión de mi nieto Juan Andrés Escotet, de ocho años de edad. Juan Andrés fue uno más entre los aproximadamente 40 niños que, acompañados de sus respectivas familias, adquirieron el compromiso de honrar la fe católica por el resto de sus vidas.

Fue una misa sencilla, cargada de los importantes significados que son propios de ese compromiso, vigente entre las familias que profesamos la fe católica. Cuando se asume el catolicismo, las personas suscribimos un acuerdo con nosotros mismos, con nuestros seres queridos y con nuestra propia idea de Dios, de amor, solidaridad y respeto por el prójimo.

Finalizada la ceremonia, al salir de la iglesia vimos que, al frente, estaba aparcada una larga limusina Hummer de color blanco. Lo más probable es que los padres de alguno de los niños que ese día cumplieron con el ritual sacramento, hayan decidido celebrar la ocasión con un paseo en ese llamativo vehículo.

Cuando estábamos a punto de abandonar el lugar, un peatón que pasaba por allí señaló la limusina y gritó: ¡Algo de tan mal gusto, seguramente debe ser una costumbre venezolana!, y siguió su camino. Es importante aclarar que mi nieto era, probablemente, el único niño de origen venezolano que ese día realizaba la primera comunión.

No escribo este artículo para advertir que nuestra familia no tenía relación alguna con la limusina blanca. Mi interés es otro: quiero reflexionar aquí sobre un asunto que empieza a convertirse en preocupación de conscientes ciudadanos panameños y venezolanos que viven en Panamá: la posibilidad de que en esta maravillosa tierra estén sembrándose y, todavía más, germinando algunos brotes de rechazo hacia los venezolanos que viven en este país.

La primera cuestión que quisiera recordar, aunque pueda parecer obvia, es la obligación que tenemos los inmigrantes de actuar con la responsabilidad y el cuidado de reconocer que hemos llegado a un país distinto al nuestro, y que hay realidades simbólicas, culturales y en las costumbres de cada lugar, que deben conocerse, respetarse y asumirse, sin que haya lugar a discusión alguna al respecto. Puesto que provengo de una familia que desde España emigró a Venezuela, sé por formación que el emigrante tiene como su principal deber el de adaptarse. Escuchar y aprender todo cuanto sea posible sobre el lugar al que llega. Es un error pensar que, al emigrar, uno puede continuar con la misma vida que tenía en su país de origen. Cada país tiene una personalidad, un estilo, unas especificidades cotidianas que le son características, y es responsabilidad del emigrante invertir su mejor esfuerzo en adaptarse.

Tuve el primer contacto significativo con Panamá en 1992 por razones de trabajo: ese fue el año que Banesco dio sus primeros pasos en este entrañable país. Panamá fue, desde ese primer momento, el lugar donde los venezolanos nos sentíamos bien acogidos por esa calidez, por esa proximidad, diría que por esa facilidad con que venezolanos y panameños tenemos, por razones históricas y culturales, al momento de relacionarse unos con otros. Nunca, a lo largo de los años, hemos sentido que el hecho de ser de un determinado país representara significados negativos a priori. Al contrario, creo no equivocarme si digo que, en la inmensa mayoría de los casos, en Panamá los venezolanos hemos sido recibidos con la sonrisa y la mano abierta, solo por el hecho de provenir de Venezuela.

Si ha habido alguna preconcepción, esta ha sido proclive, positiva.

Venezuela ha sido, por más de un siglo, generoso país receptor de las más diversas migraciones, a las que abrió sus brazos y brindó oportunidades. Esa experiencia, reconocida en el mundo entero, nos ha enseñado varias cosas que me parece útil recapitular hoy: que los imprudentes que llegan de otro país, por lo general, son pocos; que las generalizaciones no contribuyen a la convivencia; que la mayoría de los inmigrantes siempre son una fuerza que dinamiza la economía y las realidades productivas; que toda cultura se enriquece en la medida en que establece un diálogo con los distintos aportes que traen los inmigrantes.

Y es en este marco de ideas en que quizás sea plausible esbozar alguna hipótesis sobre lo que puede estar pasando: es posible, y esto lo escribo con todo respeto, que haya venezolanos cuya conducta en Panamá causara desconcierto, pero es todavía más probable que esto sea un fenómeno minoritario o excepcional, y que la mayoría de los ciudadanos venidos de Venezuela no sean más que gente decente y trabajadora que emigró en busca una vida mejor, porque Panamá ha sido y continuará siendo tierra de personas acogedoras, nación de oportunidades para quienes creemos en el trabajo.

Si hay una palabra clave en una situación que puede alcanzar complejas connotaciones, ella es comprensión. Corresponde a los venezolanos que han emigrado a Panamá comprender las posibles expresiones de rechazo, si es que ellas son reales; toca a los ciudadanos conscientes de Panamá comprender que en la migración venezolana hay talentos y capacidades profesionales y laborales, que pueden cumplir un papel de mucho valor en el futuro de progreso que Panamá gestiona.

En todo ello hay oportunidades, entre ellas está: la que personas responsables de su respectiva condición, panameños y venezolanos, se puedan estrechar las manos y preguntarse de qué modo trabajar juntos para un mejor futuro para todos.


Fuente: http://impresa.prensa.com/opinion/Panamenos-Juan-Carlos-Escotet-Rodriguez_0_4351814818.html

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