Dos veces inmigrante

Un refugiado es un migrante. Y un migrante -pienso- es, siempre, alguien que pide refugio. Pienso en el taxista y su doble extrañamiento: alguna vez extranjero en Chile; nuevamente extranjero al regresar a su país, Argentina. Un inmigrante pulseando con el día a día un pequeño refugio para sí mismo y su hija.
Por Diana Fernández Irusta  | La Nación, Argentina



Había un cumpleaños, llegábamos tarde y -qué le hace una mancha más al tigre- apelé al recurso fácil: mano extendida, taxi que viene, suspiremos por lo caro de las tarifas y vamos, arriba.

Dije rápidamente la dirección, mientras acomodaba cartera, hijo, regalo. Vi, un poco de refilón, cómo el taxista tecleaba el GPS, se demoraba unos minutos. Sin volverse, preguntó, cuidadoso: "Queda? a tres kilómetros, ¿no?"

Impaciente, respondí de mal modo. "No tengo idea. Se supone que ustedes saben." Y hubo algo. Un rictus fugaz en el espejo retrovisor. Una tristeza súbita. Cierto silencio. La sospecha de que esta vez la injusticia había quedado de mi lado.

"¿Vos sos de acá?", pregunté.
"Llegué hace poco de Chile", respondió.
"Pero la tonada?"
"Soy rosarino."

Y se puso a contar. Hacía más de 20 años que había emigrado a Chile. Allí había encontrado trabajo. Se casó, tuvo una hija. Ahora esa hija había llegado a las puertas de la universidad. Soñaba con ser médica. Y él, que no estaba en condiciones de sostener la costosa educación terciaria chilena, decidió convertirse en emigrante otra vez. "Es por la niña -dice, y ahí sí que se le empieza a filtrar el acento chileno. Nuestra única niña. Merece el esfuerzo."

Así que se vinieron, padre e hija, solos, a la ciudad de Buenos Aires. Ella se puso a estudiar. Él, a pelear el sustento, día a día, horas y más horas manejando en un paisaje difícil, irremediablemente extraño. Cuenta que, para que el taxi rinda, debe levantarse muy temprano. Y allí se encuentra, en muchos de esos despertares al alba, con la hija que aún no se acostó, peleando su propia batalla con apuntes, gráficos de anatomía, fechas de examen y libros.

"También toca el violín -concluye, orgulloso. Pudo entrar a una orquesta de acá."

"¡Yo voy a una escuela de arte!", lanza mi hijo, cosa de no quedar fuera de la conversación. Entonces el rosarino-chileno aprovecha un semáforo en rojo, gira la cabeza, lo mira, sonríe. "Eso está muy bien. Muy bien", dice.

Llegamos a destino. Mientras bajamos me sobrevuela una imagen: un padre, una hija, la luz tenue de las primeras horas del día rebotando en los azulejos de una cocina. Ella, a punto de dejar una noche de estudio; él, con el primer café de la jornada. No sé por qué, los imagino más bien silenciosos, el tono tranquilo, la sonrisa leve. Un padre y una hija abriéndose camino a pulmón. M'hijo el dotor, a contramano de la era de las apuestas veloces.

"Un refugiado es un migrante", escribió recientemente Pamela V. Morales, doctora en Ciencias Sociales y Filosofía, en referencia a la crisis humanitaria que vive por estos días Europa, y la cuestionable distinción entre "refugiados" que deben asilarse inmediatamente y "sin papeles" que podrían seguir esperando.

Un refugiado es un migrante. Y un migrante -pienso- es, siempre, alguien que pide refugio. "El refugiado, en tanto, debe abandonar su país, ha perdido sus derechos como nacional, como ciudadano -aunque mantenga su nacionalidad-, quedando en los márgenes de un mundo que otorga un lugar esencial y heroico al ciudadano", continúa Morales. Pienso en el taxista rosarino y su doble extrañamiento: alguna vez extranjero en Chile; nuevamente extranjero al regresar a su país, Argentina.

Las casualidades, a veces, se encadenan. Dos o tres semanas después de aquel viaje en taxi, otra vez salíamos de casa a la carrera. Se hacía tarde para llegar a la escuela, así que figurita repetida: mano extendida, taxi que se detiene, arriba los corazones.

Ya habíamos subido y noté un GPS, entreví un perfil. "¿No es el mismo con el que viajamos el otro día?", pregunté, por lo bajo, a mi hijo. Y sí, era. Me descubrí preguntándole por la hija, enterándome de que estaba muy contenta en la facultad, que seguía ensayando con su violín, que participaría de un concierto en un teatro en La Plata. Pero que no, él no iría a escucharla: las cuentas cerraban con dificultad; no podía permitirse ni un día sin recaudación. Un inmigrante pulseando con el día a día un pequeño refugio para sí mismo y su hija.

¿Ya dije que algunas veces las casualidades se encadenan? Cuando bajamos del taxi, tronaba "Gimme Shelter" a través de una ventana abierta. Qué añoranza, la liviandad de aquellos tiempos en que el único sinónimo de la palabra "refugio" era la cimbreante figura de Mick Jagger.

Fuente: http://www.lanacion.com.ar/1827862-mhija-la-dotora

Comentarios

Entradas populares de este blog

Emigrantes venezolanos en Suiza

Identidad y autoestima: actuando para una audiencia

El arte del auto-sabotaje. Parte 1