Emigrar ¿y qué hago con mi biblioteca?

El viaje se acercaba y las pilas de libros seguían haciendo inútil la sala. Tenía que buscarle hogar a esas más de 70 cajas de tamaños diversos. Pero aparte de la angustia por conseguir espacio que invadir con mis cajas estaba la pregunta de ¿qué libros me llevaré a la India? Sólo iba a enviar 3 cajas medianas. ¿Qué llevar? ¿Cuál proyecto inacabado podría acompañarme? ¿Qué proyecto podría surgir de esta aventura?
Agustín Silva-Díaz


Cuando me preguntan qué ha sido lo más difícil de mi mudanza a la India siempre pienso en mi biblioteca. Claro, no siempre lo digo porque es -por supuesto- un sufrimiento un poco idiota. Sufro de una obsesiva acumulación de libros que ha traído consigo unos cuantos problemas. Augusto Monterroso escribió ese divertido ensayo “Cómo me deshice de 500 libros” con el que siempre me he sentido muy identificado. 

Acumulo con placer y a la vez culpa porque logro darme cuenta a la vez de lo estéril -he incluso perjudicial- de este hábito. Cuando Mayu y yo nos mudamos juntos nos dimos cuenta de que teníamos muchos títulos duplicados (después de todo ambos estudiamos Letras). Ella, la adulta de esta relación, no dudó en deshacerse de los suyos, en especial cuando vio mi cara de dolor al solo contemplar la idea. 

A lo largo de los años María Eugenia vio con preocupación como mi lado acumulador se hacía más nocivo y agudo. Poemarios de amigos (pase) y de conocidos (¡por Dios!) se arrumaban por lo que una vez fue un balcón, luego un estudio y, finalmente, un depósito intransitable. Una larga colección de novela erótica de la que ninguno de sus volúmenes ha sido abierto (qué tristeza y vergüenza). Una amplia colección de libros infames de nuestro Estado Editor. Pruebas de la estupidez del chavismo y de su derroche descocado e ignaro. Otros libros como “El infierno soy yo” que junto a otras piezas como “Karibe kon Tempo” (¡mi biblioteca era multimedia, damas y caballeros! ¡Qué moderno!) constituían elementos claves de mi - en las geniales palabras de Alonso Toro- “Museo del humor involuntario” personal. 


Cuando nos tocó organizar la mudanza a la India, María Eugenia resolvió con la eficiencia que la caracteriza. Pronto todas sus cosas encontraron su sitio. Yo, con creciente dolor, repasaba tramo tras tramo, libro tras libro, de la biblioteca de la casa sin saber qué hacer con ellos. Los libros pasaron de los tramos a pilas que hicieron de rascacielos en el remedo de una ciudad caótica en la sala de la casa. Las pilas trataban de poner orden a un loco afán incontrolado que tenía poco de meditado. 

Recordé como mi querida María Fernanda Palacios se reía de la pregunta que a todos nos ha disparado alguien cuando ven esa acumulación desproporcionada --¿Y se los ha leído todos? --Y no, claro que no -siempre respondía María Fernanda- las bibliotecas personales son proyectos. ¡Y cuántos proyectos no veía allí, algunos truncados o abandonados, otros sinceramente dementes! 

Estaban, por ejemplo, la colección de revista de fotonovelas conseguidas con dificultad en Nuevo Circo pues siempre tuve la ambición de hacer mi propia fotonovela. O la amplia lista de literatura gótica que disfruté en gran medida y que esperaba inspirara una colección de cuentos góticos margariteños para desarrollar una vena esquizofrénica. O los libros sobre Caracas. O la colección de guías de viaje. Cuánta locura.
 Allí estaban los cursos que di en la Escuela de Letras y de los que escribí muy poco y también los cursos que proyecté por años y nunca di. Dos cajas enteras dedicadas a la fábula y la literatura protagonizada por animales. Dos grandes cajas dedicadas a Don Juan, uno de los personajes más maravillosos de la literatura española (¡qué dirá esto de mis ambiciones! O de las frustraciones, que a veces es lo mismo). Una caja enorme de versiones de Fausto, otro de los personajes que me deslumbra. Tres grandes cajas dedicadas al Siglo de oro español y una sola dedicada exclusivamente a estudios del Quijote. Una caja grande de libros sobre las vanguardias y una pequeña con textos reales que trataban de seguir esas recetas. Dos cajas grandes de literatura grecolatina. Una caja pequeña de mitología griega. Una de épica culta (ah, qué taller de investigación más duro, ¡pobres de mis víctimas-estudiantes!). Una caja dedicada a Shakespeare y Donne, otra de estudios del barroco europeo. Una caja dedicada a la literatura fragmentaria, epigramática, mínima para un taller nonato que Alejandro Oliveros -con más juicio que yo, claro está- juzgó absurdo. Tres grandes cajas de literatura de viajes, mi obsesión de los últimos tiempos, y mínimamente recorridos. La caja del curso de Pound y Lowell (y Hughes y Larkin) y traducción de poesía, uno de mis últimos placeres en la Escuela de Letras y basado en uno de los mejores cursos que tuve como estudiante con el gran Oliveros. O el curso que tampoco di sobre el náufrago a partir de Robinson Crusoe (y un maravilloso curso de Rafael Castillo Zapata). O el curso de picaresca española comparada con la “picaresca” o literatura popular árabe, alemana o latinoamericana. O la colección de libros de aventuras (con los mosqueteros, Verne, Moby Dick, La isla del tesoro, etc.) o los de piratas. Un largo tren con vagones de literatura medieval, la obsesión que me llevó a estudiar letras.

Y los libros de la tesis. Uno de los territorios más dolorosos. Cajas y cajas de libros sobre biografía y autobiografía, Boswell y Johnson y una colección de biografías modélicas desde Plutarco a Vallejo. Sólo reunir de nuevo esos libros, ese enorme proyecto encallado, inacabado, significó una dolorosa pausa de varios días. 


El viaje se acercaba y las pilas de libros seguían haciendo inútil la sala. Tenía que buscarle hogar a esas más de 70 cajas de tamaños diversos. Pero aparte de la angustia por conseguir espacio que invadir con mis cajas estaba la pregunta de ¿qué libros me llevaré a la India? Sólo iba a enviar 3 cajas medianas. ¿Qué llevar? ¿Cuál proyecto inacabado podría acompañarme? ¿Qué proyecto podría surgir de esta aventura?

Traté de buscar Vislumbres de la India entre las pilas inestables sin ningún éxito. Uno que otro libro sobre la India que había acumulado sin sentido y que ahora encontraban razón de estar. El magnífico Diccionario del amante de la India de Jean-Claude Carrière (en realidad Dictionnaire amoreaux de l’Inde) que me ha ayudado mucho. El proyecto también abortado de los Rubayatas (mi tutor me dijo “¿es que acaso hablas farsi?”) y algunos poemarios y libros de profesores muy admirados. Libros de viajes que me encantan (como Chatwin, Nooteboom, Seth, Newby, Kapuscinski) o de autores de los que soy devoto como el viaje por Alemania, Suiza e Italia de Montaigne o el de Hébridas de Johnson o el de Italia de Goethe. 

La verdad es que le puse mucha cabeza a qué libros merecían cruzar dos océanos para acompañarme por dos años. Mucha indecisión. Las pilas cambiaban continuamente. Al mismo tiempo tenía que deshacerme de al menos 5 cajas de libros. Las torres de los prescindibles se modificaban de la mañana a la noche. ¿Debía regalar todo Mishima? ¿Era hora de salir de esa edición horrible de Kafka? ¿Volveré a leer a Wilde alguna vez (aparte de El crítico como artista)? ¿Cómo llegó este espantoso libro de poemas de Antonio Gala aquí? Bueno, seguramente me entienden. 

Las mañanas y tardes de los últimos días antes del viaje estaban dedicadas a transportar cajas en el Twingo y las noches a hacer más cajas. Las pilas de libros se fueron transformando en pilas de cajas de libros con crípticos nombres y numeraciones. A pocas horas faltaban las cajas de los libros que me llegarían a mi nueva casa de la India y las de los libros que no había encontrado lugar y que iban a ser donados a una biblioteca en Carora. Sí, Carora. (Ahora dudo si no era Duaca). Allí fueron a parar también muchos de mis LP’s, CD’s y DVD’s. 

En FedEx me explicaron que las cajas tardarían en llegar a la India. Que la aduana en Venezuela era intransitable y que la de la India impredecible. 

Las cajas llegaron a nuestra casa a los 3 meses. Un amasijo de cartón y cinta de embalar, con huecos como para mantener vivo a un animal. Ya no eran paralelepípedos sino asteroides que parecían haber caído rodando por las escaleras de todo Parque Central. La cinta de embalaje era distinta a la que le puse en la agencia en Caracas. Al abrir descubrimos algunos libros dañados. Pero no fue la mayor sorpresa. Tras tantas horas de selección llegaban a la India la infecta antología de Antonio Gala, la más espantosa edición de Kafka o la vida de Paquito D’ Rivera. ¿Qué hacían estos tercos títulos aquí, después de dos océanos? Sí, en el desvelo me envié los libros para la donación y seguramente despaché a Carora (o Duaca) los libros que esperaba me acompañaran en la India. Se salvaron algunos niños guaros de recibir descartados pero quién sabe si mis libros queridos encontrarán algún lector en esas tierras ardientes. 

¿Será un extraño oráculo que me insiste en que lea esos libros? ¿Qué me llevarán a otra comprensión del mundo? Sigo perplejo. ¿Qué tienen que decirme los Cuatro amigos de David Trueba en este lugar recóndito? Mejor que hubiesen divertido a algún niño díscolo en Duaca o Carora, digo yo. Pero el azar tiene sus cosas. Estos libros arroceros, ¿qué me quieren decir?

En Navidad jugamos aquí con los colegas al Elefante Blanco. Allí traté de deshacerme de varios de esos libros que me acosan. La gente vio con tal horror la biografía de Paquito D’Rivera o intuyeron la pava contenida en el libro de Gala y tuve que regresar con mis libros entre las piernas. Aquí están, viéndome desde la estantería. Recordándome cómo no me he podido deshacer de ellos así como Monterroso tampoco pudo deshacerse de los suyos. Y aún sin saber si de verdad tienen algo que decirme en esta montaña perdida de los Himalayas. 
Ave.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Emigrantes venezolanos en Suiza

Identidad y autoestima: actuando para una audiencia

El arte del auto-sabotaje. Parte 1