Elogio del desarraigo





Se denomina desarraigo al proceso y el resultado de desarraigar: "extraer una planta de raíz; expulsar o alejar a alguien de su lugar de origen; anular o suprimir una costumbre". 
La noción suele emplearse respecto a lo que siente aquel que debe emigrar de su tierra.
Por 

Rafael Muci-Mendoza



Mi madre sí que temió el desarraigo, pero ese conocimiento no impidió que en malhadada hora ocurriera y allí se presentara. Ella lo sabía, lo sentía en sus huesos y en sus arrugas, intuía sus consecuencias, quizá lo vio en mi padre despedido de "su tierra" por la furia otomana, pero cuya férrea personalidad lo blindaría ante todo lo demás que vendría. 

Veamos, falleció mi padre en forma súbita. Había llevado muy bien un proceso ateroesclerótico con un infarto miocárdico previo sobrevenido brincando la cuerda a los 80 años, que por cierto caminó como si nada..., un síndrome de Leriche que combatió caminando y caminando aunque de momento claudicara, y de ambos se burló... Pero la Parca conoce bien su trabajo y Átropos corta el hilo de la vida cuando se le antoja: por fortuna, no lo dejó sufrir, también se fue como si nada...



Nuestra casa solariega sobre la avenida Bolívar de Valencia, "Villa Francis", imponente y arbolada, se hizo de repente inmensa, enorme para algunos de sus numerosos hijos: no estaba su José ni dos de sus hijos, pero 
no era un problema para ella, porque allí acariciaba su querencia, sus recuerdos, sus matas. Una casa muy grande y hermosa de tres pisos, con un amplio jardín donde al son del viento, bailaban sus primorosas plantas en florescencia, sus adoradas matas que suplían al esposo y aquellos dos hijos que se habían ido precozmente... 




Algunos de sus hijos,y particularmente Luis, querían que se mudara. Se buscaría un apartamento para albergarla, pero a la final y de forma ejecutiva un triste día se la llevó a su casa, el resto de los hermanos fuimos pasivos y no comprendimos o no quisimos ver cómo se violentaban sus derechos; de estar vivo, mi padre no lo habría consentido: su cuarto con seis altos ventanales, aireado y muy iluminado, con muebles tallados con finura por José Ojeda, la sala con poltronas labradas en filigrana por el mismo virtuoso ebanista, el comedor, la cocina, sus tres mujeres de servidumbre, su amplio patio enmosaicado,  el jardín con árboles frutales que albergaba la joya de la corona: una mata de manga que se alzaba imponente unos 15 metros sobre la tierra y arrojaba unas mangas enormes y deliciosas que mi madre, con orgullo y dadivosa, compartía con allegados y vecinos.



En medio de su tristeza por la certeza de su sino para la cual no encontraba comprensión ni un lenitivo para reducirla, cierto día fue a visitarla un querido amigo de la familia, el doctor Alejandro Carías, abogado, hermano y compañero de curso de mi hermano José. Siempre llegaba en tiempo de cosecha y, por supuesto, en recompensa por su afectuosa y bienvenida visita se llevaría algunas muestras del ansiado fruto.


Yo estaba presente aquel día, y allí se habló de cosas intrascendentes, triviales y felices. Pero, en una de esas, mi madre le lanzó de manera directa y al corazón una pregunta: 



-¿Qué le parece Alejandro, que mis hijos quieren que me mude y llevarme a Caracas...? 



Él respondió presuroso: 

-¿Cómo así...? ¡Caramba, qué bien misia Panchita, así estará cerca de todos y no solita en este caserón....



-Lo comprendo, pero mi problema -dijo mi mamá, señalando con su índice arrugado por el tiempo al erguido árbol cargado de fruto- mi problema es que yo quiero llevarme esa mata de manga doquiera que me vaya....


Alejandro se mostró sorprendido con aquella respuesta al parecer tan impertinente y absurda e inmediatamente le señaló:

-No, no, Misia Panchita, eso no puede hacerse porque el desarraigo acabaría con el árbol, su árbol moriría... 



Mi madre, bajando el dedo y mirándole fijamente a los ojos le dijo con suave firmeza:


-¡Eso es precisamente lo que mis hijos no quieren entender...!

La respuesta, rezumante de sabiduría y pena, quedó flotando pesada y  triste en el aire. Mi madre no estaba solita en aquel caserón, además de su mata de manga, la acompañaban valiosos y nutritivos recuerdos, gran parte de su biografía, la sabia de su vida... Alguien le arrancaría las raíces de pronto, esos lazos afectivos se cortarían y dejaría de pertenecer a su mundo, un mundo conocido y afectuoso, para quedar suspendida en la incertidumbre de otro mundo que se le antojaba cruel, solitario y lleno de pesadumbre...

 

Al fin y como se asentó, con aviso y sin protesto, mi madre fue extraída de raíz del hogar de su ensueño, allí había visto crecer a sus hijos en medio de rígidos principios de familia, honestidad y moral, de ciudadanía, compromiso y estudio... Los había visto ya profesionales, algunos casados, y pudo acariciar a sus nietos, había sentido el desgarrador dolor de la incomprensible muerte de dos de ellos... 

Sus corotos fueron casi que regalados, no pudo llevarse nada, ni siquiera su querido baúl de fotografías. En su nueva  residencia le dieron una habitación, pero siempre que podía y en voz baja nos decía a Graciela y a mí, que esa no era su casa, que allí se sentía como ¨arrimada¨, aunque sus tres nietas adolescentes trataban de hacerle el tiempo más llevadero cuando les quedaba tiempo.


Pasó el tiempo y allí murió a los 93 años, desolada, vacía y triste, llena de añoranzas y recuerdos... 


Y es que los hijos no comprendemos las necesidades de nuestros mayores. En forma por demás egoísta y pretendiendo solucionar sus problemas: más bien nuestros problemas que no los suyos, nos los llevamos bajo presiones soterrañas, los desarraigamos y los condenamos a ser infelices, tristes, incompletos, desnaturalizados... a sentirse ajenos, a tolerar lo que no quieren, lo cual es la señal de que un inri, un nuevo y ensoberbecido duelo ha comenzado... 

Todavía me carcome la culpa por no haberme opuesto con vehemencia; no pretendo que sea una excusa, pero mi inmadurez de entonces no me permitió comprender, pero cuando vuelva a ver a mi padre, sé que me lo 
recriminará acremente, y mi madre bondadosa, me mostrará en una sonrisa de perdón sus dientes blancos y perfectos... 




Porque ese sentimiento que llamamos desarraigo puede entenderse de una manera mucho más profunda y alejada de lo material; es una sensación hecha certeza de haber perdido algo muy importante, un lacerante duelo, por una parte de nuestro ser que ha sido rasgado, reducido, no apreciado... 

Una de las acepciones que proporciona el diccionario de la RAE para el verbo desarraigar dice que supone, "el corte de los vínculos afectivos con las personas que formaron parte de nuestra crianza". Pero no es solo personas, también se trata de los componentes de nuestra querencia, objetos inanimados en quienes hemos depositado animación. El sujeto es objeto de pérdida de los referentes
 conocidos y le embarga una sensación de detrimento de la identidad, de angustia, ansiedad, miedo, rabia, frustración y soledad, algunas de las sensaciones vinculadas al desarraigo, que a su vez, puede derivar en
 depresión, alcoholismo y otros trastornos.
 

En ocasiones, el desarraigo también se vincula a la discriminación que muchas veces padecen los inmigrantes cuando se desplazan a tierras extrañas.
 Mientras yo permanezco aquí en mi país, aturdido por la mala nueva de cada día, miro con tristeza y hondo pesar esa horda de gente abandonada por un Estado cruel e irresponsable -responsable sí de haberlo provocado con sevicia y ventaja con soberbia y bajeza, "La marcha de la infamia" ha sido llamada.

Además de los duelos que hace el sujeto que emigra, existe algo que se tiene poco en cuenta: el extrañamiento, el odio por sentirse extraño, el "no ser yo" que, más allá de la tristeza, puede generar un sentimiento de ataque a la propia identidad conllevando un espíritu de desarraigo y de pérdida. Y así, vemos gentes mostrando en sus rostros la impronta de un dolor profundo, adultos, adolescentes, mujeres y niños desplazándose por el hombrillo de carreteras desconocidas y empinadas, ateridos, asustados, cansados, hambrientos, al hombro sus pocas pertenencias, sin rumbo fijo, llevados por la marejada humana con incierto
 destino hacia el exilio, el refugio y el asilo si es que circunstancias felices se los permiten, huyendo de un ambiente que por todos lados les es hostil y peligroso, inducido por la saña de delincuentes peores que los comunes, por ser hijos producto de una matriz dañosa y dañada, envenenados por discursos e ideas podridas, enfermos de bajeza, buscando resarcir la muerte de un padre delincuente que sembró odios y vendettas sobre inocentes desconocidos...

 

Pero siempre me solazo en la espera de un nuevo día, de un nuevo amanecer donde renazca la esperanza y la maldad sea vencida porque ayer comenzó el resto de vida y seguro estoy que la tormenta amainará y dejará ver un sol radiante antes de yo también deje mi querencia...   





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